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Emmanuel Carrère

El Reino

Hace ya tiempo que Emmanuel Carrère ha acostumbrado a sus lectores a esperar de él lo inesperado, y en esta obra monumental, casi diríamos épica y sin duda radical, aborda nada menos que la fe y los orígenes del cristianismo. En sus páginas se entrecruzan dos tramas, dos tiempos: la propia vivencia del autor, que abraza la fe en un momento de crisis personal marcado por una compleja relación amorosa y el abuso del alcohol, y la historia de Pablo el Converso y de Lucas el Evangelista. Pablo que cae del caballo, tiene una iluminación mística y pasa de lapidador de cristianos a propagador de la nueva fe que transmuta todos los valores. Y Lucas que escribe la vida de Jesús y a partir del cual nos adentramos en los evangelios primigenios, tan diferentes al Apocalipsis de fuegos artificiales de Juan. En estas dos historias entrecruzadas sobre la fe se suceden abundantes personajes, episodios y reflexiones: la serie televisiva sobre muertos que resucitan en la que participa Carrère como guionista, la canguro ex hippie y amiga de Philip K. Dick a la que contrata, los bolcheviques con los que compara a los primeros cristianos, webs porno, visiones eruditas sobre las fuentes originales del cristianismo, la desaparición –¿resurrección?— del cadáver de Jesús… Lo que a Carrère le interesa del cristianismo es su mensaje de transgresión de lo establecido y la desmesura de la fe. Y este libro provocador y deslumbrante es una indagación rabiosamente contemporánea sobre el cristianismo que nos habla de la perplejidad, el dogma, la duda, la redención y la construcción de una fe con mensajes rupturistas y extraños rituales.
553 trycksidor
Ursprunglig publicering
2015
Utgivningsår
2015
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Intryck

  • Luis Alberto Barqueradelade ett intryckför 3 år sedan

    Regular

Citat

  • Alberto Chimalhar citeratför 7 år sedan
    los profetas, objeto a posteriori de la veneración de Israel, debieron de ser en su tiempo energúmenos fastidiosos al estilo de Jamie, que rezongan sin cesar, exhiben sus llagas de manera indecente, joroban al mundo con su exigencia y su miseria; no en vano el nombre de Jeremías ha acuñado en el lenguaje corriente la palabra «jeremiada».
  • Liliana Lanz Vhar citerati fjol
    lo que Pablo decía y escribía efectivamente a principios de los años cincuenta, a lo que expresa en particular la primera carta a los tesalonicenses. Él creía con una certeza absoluta que el fin del mundo era inminente, que el proceso ya estaba en marcha. Que toda la creación sufría las angustias de este parto. Los tesalonicenses lo creían, todas las comunidades lo creían. Pero a medida que pasaban los años y el acontecimiento no se producía, no tuvieron más remedio, para que no les tomaran por locos, que explicar este retraso y, en la medida de lo posible, interpretar o limar los textos en los que la profecía incumplida se expresaba con mayor vehemencia. A ello se aplica con celo el autor anónimo y tardío de la segunda carta a los tesalonicenses.
    En la primera, Pablo describía el Juicio Final como algo a la vez repentino e inminente. Pasarían sin transición de la paz aparente a la catástrofe. Todos los que le leían serían testigos. El autor de la segunda epístola describe un proceso largo, complejo, laborioso. Si Jesús tarda en volver, nos explica, es porque antes tiene que venir el Anticristo.
  • Liliana Lanz Vhar citerati fjol
    Santiago, era distinto: era el hermano de Jesús. ¿Su hermano, de verdad? Exégetas e historiadores discrepan profundamente sobre este tema. Unos dicen que la palabra «hermano» tenía un sentido más amplio y se podía aplicar a los primos, los otros responden que no, que ya había una palabra para designar a los primos y hermano quería decir hermano, y punto final. Esta querella lingüística oculta evidentemente otra sobre la virtud de María y, como se dice en términos técnicos, su virginidad perpetua. ¿Habría tenido otros hijos después de Jesús, y por vías más naturales? ¿O bien –hipótesis transaccional– fue José el que tuvo otros hijos, lo que haría de Santiago un medio hermano? Se piense lo que se piense sobre estas graves cuestiones, hay una cosa cierta, y es que en los años cincuenta del siglo I nadie se las planteaba. No existían ni el culto a María ni la preocupación por su virginidad. Nada de lo que se sabía de Jesús se oponía a que hubiera tenido hermanos y hermanas, y es como «hermano del Señor» que se venera a Santiago, al igual que a sus compañeros del comienzo, Pedro y Juan

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