Las imágenes del monje en llamas, a media calle en Saigón, son prueba de ello: de que la muerte no es un instante, sino un proceso. Puede ser un proceso largo, o corto, pero no dura segundos. Nos quedamos bastante tiempo en el terreno de la agonía, aprisionados en el punto de no retorno del rango temporal donde seguimos vivos, aunque ya no se nos puede considerar como absolutamente vivos. Cuando la hora de nuestra muerte se acerca con nitidez, la proximidad de nuestro fin transforma la condición de nuestro ser.