a principios del siglo XX, cuando la así llamada Escuela de Chicago de sociología urbana
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trató con entusiasmo de aplicar casi todos los conceptos conocidos de la ecología natural al desarrollo y a la «fisiología» de la ciudad. Robert Park, Ernest Burgess y Roderick McKenzie, enamorados de la nueva ciencia, impusieron un modelo estrictamente biológico a sus estudios de Chicago, con una inspiración y una contundencia que marcarían la sociología urbana de Norteamérica durante dos generaciones. Entre sus principios estaban los de la sucesión ecológica, la distribución espacial, la distribución zonal, los equilibrios anabólico-catabólicos e incluso la competencia y la selección natural, que fácilmente habrían podido empujar a la escuela hacia una forma insidiosa de darwinismo social, de no haber sido por las inclinaciones liberales de sus fundadores.