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Joseph Brodsky

Marca De Agua

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  • Santiago Romerohar citeratför 5 år sedan
    Creo que yo nunca había conocido un fascista, ni joven ni viejo; sin embargo, había tratado a un número considerable de miembros del viejo PC, y fue por eso que el té en casa de Olga Rudge, con aquel busto de Ezra en el suelo, hizo sonar, por así decirlo, una campana.
  • Santiago Romerohar citeratför 5 år sedan
    Había algo definidamente erótico en el paso silencioso y sin rastro de su leve cuerpo por el agua —muy parecido al deslizamiento de la palma por la suave piel de la amada—. Erótico, porque no había consecuencias, porque la piel era infinita y casi inmóvil, porque la caricia era abstracta.
  • Santiago Romerohar citeratför 5 år sedan
    Sin embargo, supongo que se puede alegar fidelidad cuando uno regresa año tras año al lugar que ama, en la estación equivocada, sin garantía alguna de ser amado. Pues, como toda virtud, la fidelidad sólo tiene valor cuando es instintiva o forma parte de la propia personalidad, y no cuando es racional. Además, a cierta edad, y en cierto oficio, ser amado cuando se ama no es exactamente imperativo. El amor es un sentimiento desinteresado, una calle de dirección única. Por eso es posible amar ciudades, amar la arquitectura per se, la música, los poetas muertos o, dado un temperamento particular, a una deidad. Ya que el amor es un asunto entre un reflejo y su objeto. Éste es, en definitiva, lo que le trae a uno de vuelta a esta ciudad —como la marea trae el Adriático y, por extensión, el Atlántico y el Báltico—.
  • Santiago Romerohar citeratför 5 år sedan
    Pese a todo el tiempo, la sangre, la tinta, el dinero y todo lo demás que derramé o desembolsé aquí, nunca pude afirmar, ni siquiera ante mí mismo, que hubiese adquirido una sola característica local, que me hubiese convertido, de alguna manera, por minúscula que fuese, en un veneciano. Una vaga sonrisa de reconocimiento en el rostro de un hotelero o del propietario de una trattoria, no cuenta, como no engañan a nadie las ropas compradas aquí.
  • Santiago Romerohar citeratför 5 år sedan
    Porque el ojo no se identifica con el cuerpo al que pertenece, sino con el objeto de su atención.
  • Santiago Romerohar citeratför 5 år sedan
    No obstante, yo diría que la idea de convertir Venecia en un museo es tan absurda como la ansiedad por revitalizarla con sangre nueva. Por una parte, lo que pasa por ser sangre nueva acaba siempre siendo simple orín viejo. Y por otra, esta ciudad no es apta para museo, por ser en sí misma una obra de arte, la mayor obra maestra que produjo nuestra especie. No se resucita una pintura, ni mucho menos una estatua. Se las deja, se las protege contra los vándalos, en cuyas hordas podemos llegar a contarnos.
  • Santiago Romerohar citeratför 5 år sedan
    A cierta edad, uno mira sin gran interés a las doncellas que pasan, sin la pretensión de montarlas. Como un televisor encendido en un apartamento abandonado, el ojo sigue enviando imágenes de todos esos milagros de un metro setenta, acabados con cabellos castaño claro, óvalos faciales del Perugino, ojos de gacela, pechos de nodriza, vestidos de terciopelo verde oscuro y afiladísimos tendones. Un ojo puede apuntar sobre ellos en una iglesia, en alguna boda o, lo que es peor, en la sección de poesía de una librería. A una distancia razonable o con el consejo del oído, el ojo puede conocer sus identidades (que se acompañan de nombres tan vertiginosos como, digamos, Arabella Ferri) y, ¡ay!, sus descorazonadoramente firmes convicciones románticas. Sin atender a la inutilidad de tales datos, el ojo sigue recogiéndolos. A decir verdad, cuanto más inútil es el dato, más perfecto es el enfoque. La pregunta es por qué, y la respuesta es que la belleza es siempre externa; también, que ésa es la excepción a la regla. Eso —su localización y su singularidad— es lo que determina que el ojo oscile salvajemente o —en términos de humildad militante— vague. Porque la belleza está donde el ojo descansa. El sentido estético es el gemelo del instituto de autopreservación, y es más fiable que la ética. La principal herramienta de la estética, el ojo, es absolutamente autónoma. En su autonomía, sólo es inferior a una lágrima.
  • Santiago Romerohar citeratför 5 år sedan
    El ojo es el más autónomo de nuestros órganos. Ello es debido a que los objetos de su atención están inevitablemente situados en el exterior. Salvo en un espejo, el ojo nunca se ve a sí mismo. Es el último en cerrarse cuando el cuerpo se duerme. Permanece abierto cuando el cuerpo es golpeado por la parálisis o la muerte. El ojo sigue registrando la realidad aun cuando no hay razón aparente para hacerlo, y en cualquier circunstancia. La pregunta es: ¿por qué? Y la respuesta es: porque el medio es hostil. La vista es el instrumento de adaptación a un medio que sigue siendo hostil a pesar de todos los esfuerzos por adaptarse a él. La hostilidad del medio aumenta en proporción directa al tiempo que se pase en él, y no me refiero solamente a la vejez. En pocas palabras: el ojo busca seguridad. Esto explica la predilección del ojo por el arte en general, y por el arte veneciano en particular. Explica el apetito de belleza del ojo, así como la existencia misma de la belleza. Puesto que la belleza consuela desde el momento en que es segura. No nos amenaza con la muerte, ni nos enferma. Una estatua de Apolo no muerde, ni tampoco el perro de lanas de Carpaccio. Cuando el ojo no logra encontrar belleza —consuelo—, ordena al cuerpo crearla o, si no le es posible, adaptarse para percibir virtud en la fealdad.
  • Santiago Romerohar citeratför 5 år sedan
    Hace mucho que llegué a la convicción de que es una virtud no alimentarse de nuestra vida emocional. Siempre hay bastante trabajo por hacer, por no mencionar el hecho de que hay bastante mundo fuera. Al final, siempre está esta ciudad. Mientras exista, no creo que yo ni, si vamos a eso, nadie pueda ser fascinado ni cegado por la tragedia romántica.
  • Santiago Romerohar citeratför 5 år sedan
    Y me pareció recordar que había sido Olga Rudge la organizadora de la primera settimana Vivaldi en esta ciudad —y así era, pocos días antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial—. Tuvo lugar, me dijo alguien, en el palazzo de la condesa Polignac, y la señorita Rudge tocó el violín. Al promediar la pieza, advirtió por el rabillo del ojo que un caballero había entrado en el salone y estaba de pie junto a la puerta, puesto que todos los asientos se encontraban ocupados. La pieza era larga, y ella se sentía algo preocupada, porque se aproximaba un pasaje en que debía volver la página sin interrumpir la ejecución. El hombre que tenía en el rabillo del ojo inició un movimiento y pronto desapareció de su campo de visión. El pasaje se hallaba cada vez más próximo, y su inquietud se iba haciendo más intensa. Entonces, exactamente en el punto en que debía volver la página, una mano surgió por su izquierda, se extendió hasta el atril y giró lentamente la hoja. Ella siguió tocando y, cuando el pasaje difícil hubo terminado, levantó los ojos y miró a su izquierda para expresar su agradecimiento. «Y así», le contó Olga Rudge a un amigo mío, «fue como conocí a Stravinsky.»
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