Bucarest

Es bella esa Bucarest, un poco exquisita, un poco divertida, llena de abscesos en la periferia, pero ricamente maquillada en el centro. Por la noche centellea con diamantes de luz y guiña el ojo con parpadeantes neones cuyas chispas se reflejan en el húmedo empedrado

Bucarest es imprevisible y bella. Que todavía se podía rastrear en ella el espíritu turco. Que en tiempos se la llamaba la Ciudad Blanca, porque las casas resplandecían con el blanco de sus revoques. Que los bulevares Bălcescu y Magheru eran obra de los arquitectos judíos que después de la guerra construyeron Tel Aviv

Montañas de hortalizas en los puestos de Piaţa Obor y los quesos dulces que las abuelitas venden directamente desde sus bolsas

esta ciudad es como el gatito del cuento de Mrożek, un gatito con piel roñosa que refleja todos los pecados de su dueño. Bucarest asume los pecados de toda Rumanía para que el resto del país siga siendo hermoso

Los gritos de los gitanos recogiendo chatarra de los patios, que suenan como salmos a primera hora de la mañana

Bucarest es como los pasteles que compraba todos los domingos para mi familia cuando vivíamos allí. Aparentemente de chocolate y dulces, pero con una capa amarga por encima. Bucarest es agridulce. Cuesta encontrar en ella una belleza fácil.

Stefan vive en el lugar donde la espigada calle Stefan cel Mare se convierte en la enana Lizeanu, la primera es a la segunda como una persona erguida a otra estirada en el suelo que ya no volverá a levantarse. Puedo elegir entre ir entre los bloques a lo largo del cementerio o por la callejuela llena de pompas fúnebres, prostitutas y perros sin amo, también a lo largo del cementerio. Pregunto por teléfono a Stefan qué me recomienda y me dice que elija la segunda opción y que nos encontramos al final de Lizeanu

Desde el 1 de enero de 2011 los oficios de adivina y adivino figuran en el registro oficial de profesiones

Las adivinas afirmaron al unísono que por las profecías fallidas hay que culpar a las cartas, y no a las personas que las echan.

El riesgo de quedar deocheat, al pie de la letra: ojeado, o sea, contagiado por obra de una mirada, aumenta tras el contacto con una persona de ojos azules.