Que el mundo me conozca

esbozó de nuevo esa sonrisita ambigua, como si se tratase de otra chica y solo fuese una tontería que había hecho la otra.

Yo había creído que me resultaría menos desconocida. Pero la encontré completamente transfigurada: una linda chica que se arreglaba, mientras que la última imagen que tenía era la de alguien envuelto en una manta; al entrar en la habitación, había tenido una impresión fugaz de elegancia, delgadez y ojos muy oscuros, bastante atractivos. La transformación estaba completa: a la vista no quedaba nada de la chica algo borracha que temblaba convulsivamente frente al fuego. Fue la primera sorpresa.

Sobre la cama había un grabado, el único cuadro de la habitación: dos muchachas contra lo que parecía ser un fondo griego. Una estaba acodada mirando la cara dormida de la otra. La chica dormida estaba desnuda.

Dios mío, el matrimonio. No, no era culpa del matrimonio. Por donde fuera que se lo mirase, no existía institución capaz de reemplazarlo. Pensándolo bien, solo quedaba el matrimonio, y cuando se lo pensaba bien, por Dios, ¿eso era todo? Eso, y criar una familia. Eso, y ganarse la vida. Eso, y llamar a la funeraria.