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Jennifer L. Armentrout

Una sombra en las brasas

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Nacida envuelta en el velo de los Primigenios, una Doncella como prometieron los Hados, el futuro de Seraphena Mierel nunca ha sido suyo. Elegida antes de nacer para cumplir el trato desesperado que aceptó su antepasado para salvar a su gente, Sera debe dejar atrás su vida y ofrecerse al Primigenio de la Muerte como su consorte.
Sin embargo, el verdadero destino de Sera es el secreto mejor guardado de todo Lasania. No es la Doncella bien protegida que todos creen, sino una asesina con una misión, un objetivo: hacer que el Primigenio de la Muerte se enamore, convertirse en su debilidad, y después… terminar con él. Si fracasa, condena a su reino a una muerte lenta a manos de la Podredumbre.
Sera siempre ha sabido lo que es. Elegida. Consorte. Asesina. Arma. Un espectro nunca del todo formado pero aun así empapado de sangre. Un monstruo. Hasta él. Hasta que las palabras y acciones inesperadas del Primigenio de la Muerte ahuyentan la oscuridad que se iba acumulando en su interior. Y sus caricias seductoras prenden una pasión que Sera jamás se había permitido sentir y que no puede sentir por él. Pero Sera nunca ha tenido elección. Sea como sea, su vida está perdida, siempre lo ha estado, pues ha sido tocada para siempre por la Vida y la Muerte.
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Citat

  • Lilen Altamiranohar citeratför 19 timmar sedan
    —Hay un retrato de mi padre en los aposentos privados de mi madre. El único que queda. Es raro, porque todos los retratos de los otros reyes están colgados en el salón de banquetes. —Respiré hondo en un intento por apaciguar el ardor de mi garganta—. Creo… creo que a mi madre le dolía demasiado verlo. Lo amaba. Estaba enamorada de él. Cuando murió, creo… que se llevó parte de ella con él.

    —Supongo que sí. —Ash se quedó callado unos segundos—. El amor es un riesgo peligroso e innecesario.

    Con el corazón en un puño, me giré hacia él.

    —¿De verdad crees eso? —Pensé en Ezra y en Marisol, y lo que salió por mi boca fue la verdad. Aunque no nuestra verdad—. Yo creo que el amor es precioso.

    —Lo sé. —Ash levantó la vista hacia sus padres—. Mi madre murió porque quería a mi padre, asesinada cuando yo aún estaba en su vientre.

    Hasta el último rincón de mi ser se quedó helado al oír sus palabras. Incluso mi corazón.

    —Por eso me llaman el Bendecido. Nadie sabe cómo sobreviví a ese tipo de nacimiento —dijo, y la presión se cerró sobre mi pecho—. El amor provocó sus muertes mucho antes de que ninguno de los dos respirara su último aliento. Antes de que mi padre conociera a mi madre siquiera. El amor es un arma preciosa, blandida a menudo como forma de controlar a otra persona. No debería ser una debilidad, pero eso es en lo que se convierte. Y siempre son los más inocentes los que pagan por ello. Jamás he visto salir nada bueno del amor.

    —Tú. Tú saliste del amor.

    —¿Y de verdad crees que soy algo bueno? No tienes ni idea de las cosas que he hecho. Las cosas que les hacen a otros por mi causa. —Ash giró la cabeza hacia mí. Sus ojos se habían puesto de un tono hierro acerado, medio ocultos por sus pestañas—. Mi padre amaba a mi madre más que a cualquier cosa en estos mundos. Más de lo que debía haberlo hecho. Y aun así, no pudo mantenerla a salvo. Por eso tengo estas condiciones. Estas reglas, como te gusta llamarlas. No tiene nada que ver con que intente ejercer autoridad sobre ti ni controlarte. Tiene que ver con lo que mi padre no logró hacer. Tiene que ver con asegurarme de que no encuentres el mismo final que mi madre.
  • Lilen Altamiranohar citeratför 20 timmar sedan
    —No me gusta la idea de que creas que puedes establecer reglas como si tuvieras… —El sentido común por fin hizo acto de presencia y me instó a callarme. Ash arqueó una ceja.

    —¿El qué, liessa? ¿Como si tuviera qué? ¿La autoridad? ¿Era eso lo que ibas a decir? ¿Y te has callado porque de repente te has dado cuenta de que tengo justo eso?

    Apreté los labios. Esa no era la razón, aunque también era probable que hubiese debido serlo.

    —Pues sí, tengo la autoridad. Por encima de ti. Por encima de todos los que viven aquí y de todos los mortales que viven dentro y fuera de este mundo, pero esa no es la razón de que tenga estas condiciones —precisó, justo cuando yo llegaba al final de las estanterías, cerca de los retratos—. Están ahí para ayudar a mantenerte a salvo.

    —No necesito ese tipo de ayuda —mascullé. Luego levanté la vista hacia los retratos. Uno era de un hombre. El otro, de una mujer.

    —Una de las cosas más valientes que puede hacer alguien es aceptar la ayuda de otros.

    —¿Tú lo haces? —pregunté, contemplando a la mujer. Era preciosa. Pelo de un intenso color rojo vino, casi igual que el de Aios, en torno a un rostro ovalado, y la tez de un suave tono rosáceo. Tenía unas cejas fuertes, una mirada penetrante, los ojos plateados. Sus pómulos eran altos, la boca carnosa—. ¿Aceptas a menudo la ayuda de otros?

    —No tan a menudo como debería. —Su voz sonó más cerca.

    —Entonces, quizá no sepas si es algo valiente o no. —Mi atención pasó al hombre y, aunque sospechaba que ya sabía quiénes eran estas personas, no estaba preparada para lo mucho que se parecía al Primigenio que estaba de pie detrás de mí. Pelo negro hasta los hombros, un pelín más oscuro que el de Ash, pero la piel del mismo tono broncíneo. Los mismos rasgos, en realidad. Mandíbula fuerte y pómulos anchos. Nariz recta y boca grande. Fue como mirar una versión mayor y menos definida de Ash, cortesía de los rasgos más suaves de la mujer—. Estos son tus padres, ¿verdad?

    —Sí. —Estaba justo detrás de mí—. Ese es mi padre. Se llamaba Eythos —explicó, y yo repetí el nombre en mi cabeza—. Y esa es mi madre. —Entonces se puso a mi lado y pasamos unos momentos ahí, en silencio—. Recuerdo a mi padre. Su voz. El recuerdo se ha ido diluyendo con el paso de los años, pero todavía puedo verlo en mi mente. Y así es cómo sé el aspecto que tenía mi madre.

    Pugnando con el ardor del fondo de mi garganta, crucé los brazos delante de mi cintura otra vez.

    —Es difícil verla… en tu mente, ¿verdad? Cuando no estás justo delante de este cuadro, quiero decir.

    —Sí.

    Notaba sus ojos sobre mí.
  • Lilen Altamiranohar citeratför 20 timmar sedan
    —¿Cómo puedes tener una consorte mortal? ¿Alguna vez ha habido una? —pregunté. Si era así, no había sido documentado jamás.

    —No, nunca ha habido una consorte mortal. Pero esto jamás fue tu elección. Tampoco la mía —declaró, y la punzada de rechazo que sentí era de una ridiculez tal, que tenía ganas de pegarme una bofetada—. Y yo nunca obligaría a nadie a una cuasieternidad de esto.

    De esto.

    Escupió las palabras como si se refiriera al Abismo. Por un momento no lo entendí, pero había tantas cosas que no sabía sobre Iliseeum y su política… los dioses y los Primigenios que incordiaban a los otros y los empujaban hasta el límite, y lo que suponía eso exactamente, aparte de lo que había visto al entrar en palacio.

    Y además, era otra cosa que no importaba. No necesitaba que estuviese abierto a la idea de Ascenderme. Solo necesitaba que se enamorara de mí.

    Nerviosa, levanté los ojos hacia los suyos.

    —¿Hay alguna regla más, alteza?

    Esbozó una media sonrisa que solo logró avivar mi enfado.

    —¿Por qué me resulta excitante que te refieras a mí de ese modo?

    —¿Porque eres un misógino arrogante y controlador? —sugerí, antes de poder pensármelo dos veces.

    Ash se echó a reír, y habría jurado que la periferia de mi visión empezó a ponerse roja.

    —Soy arrogante y puedo ser algo controlador, pero no siento ningún odio por las mujeres, ni más necesidad de controlarlas de la que siento con un hombre.

    Le lancé una mirada insulsa.

    —¿Hay más reglas? —repetí.

    —Estás enfadada. Y no, no te estoy leyendo los pensamientos. Es obvio.

    —Pues claro que estoy enfadada. —Le di la espalda y empecé a caminar otra vez por delante de las estanterías—. Lo que tú llamas «acuerdos» son reglas, y no me gustan las reglas.

    —No lo habría adivinado jamás —comentó.
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