La aventura africana

Es un tópico, angustiosa e inevitablemente cierto, como la mayoría de ellos: todo hombre huye de algo. Se huye del pasado, pero también del porvenir; nos acosan por igual los recuerdos y las esperanzas, lo que no podemos evitar haber hecho y lo que nos veremos obligados a hacer.

Cuando uno se deja embarcar por él en sus relatos no tiene tiempo ni distanciamiento suficiente (Conan Doyle es poco más o menos el antiBrecht) para preguntarse por qué ocurre lo que ocurre, sino que se ve arrastrado por los acontecimientos al compás que el autor quiere marcar hasta el final de la aventura. Algo así como una montaña rusa, de cuyo trayecto vertiginoso y gratuito lo único que sabe de cierto el gozoso viajero es que no podrá interrumpirlo una vez iniciado.

protagonista tiene algo de esos implacables y dulces adolescentes-demonios de Stevenson, como Jim, Hawkins, David Balfour o el joven héroe de La flecha negra.

través del desierto.

gran narrador italiano Emilio Salgari ambientó en el corazón mismo de África una de sus mejores historias, contada en dos novelas: Los misterios de la selva y La costa de marfil. Tampoco a Julio Verne le fue mal cuando siguió la inspiración africana, pues si bien Las aventuras de tres rusos y tres ingleses en África Austral solo tienen un interés limitado, Cinco semanas en globo y sobre todo Un capitán de quince años figuran entre los logros más indiscutibles del irregular solitario de Nantes

Supongo que para los lectores de mi generación sus rasgos han de ser inevitablemente semejantes a la distinción entrecana de Stewart Granger. En Allan Quatermain se reúnen los datos arquetípicos del «caballero de la selva», tal como una cierta hagiografía europea –piadosa, ingenua y rapaz– estableció con triunfalismo no del todo infundado, al menos en un primer momento

aventura es una forma de oposición a lo común: todo aventurero es en buena medida disidente. Pues bien, Rider Haggard creó un estupendo prototipo aventurero, un héroe a la par modesto e intrépido, capaz del más sobrio sentido común y también de la embriaguez del arrojo, hábil con la palabra y fértil con los recursos –como Ulises–, pero también buen tirador, resistente andarín y duro como una agrieta

un tópico, angustiosa e inevitablemente cierto, como la mayoría de ellos: todo hombre huye de algo. Se huye del pasado, pero también del porvenir; nos acosan por igual los recuerdos y las esperanzas, lo que no podemos evitar haber hecho y lo que nos veremos obligados a hacer.

El ciclo de la aventura africana toca a su fin, como ocurrió con las narraciones del Oeste americano o con las historias de capa y espada; se prolongará todavía en forma de manierismo o nostálgico pastiche, pero sin la antigua savia, a no ser que encuentre alguna improbable fórmula de resurrección en el registro de lo fantástico, tal como la vieja novela medievalista ha renacido en cierto modo en los relatos llamados de «fantasía heroica»: en este sentido podrían aportarse algunos títulos de ciencia-ficción, como Cacerías interplanetarias de Arthur K. Barnes.

A fin de cuentas, ¿qué importa? El mito ha pasado de la fase de luz al momento de sombra, pero sin perder por ello su penetrante y peculiar fascinación. Aún late, aún seduce… Pero ya no ha de durar mucho. Los significantes de la aventura cumplen su ciclo y deben transformarse: es la sed de aventuras lo único que debe rescatarse y perdurar.