Los ingrávidos

Aquel departamento se fue llenando de plantas, presencias silenciosas que de tanto en tanto me recordaban que el mundo requería de cuidado e incluso de ternura

Así es como funciona el éxito literario, por lo menos a una escala. Todo es un rumor, un rumor que se repro­duce hasta convertirse en una afinidad

Antes escribía todo el tiempo, a cualquier hora, porque mi cuerpo me pertenecía

Mis vínculos con las personas que me rodeaban estaban marcados de igual manera por esos dos modos de la impermanencia: quebrarse o desaparecer.

cuanto nos acostumbramos a la presencia silenciosa de una cosa, ésta se rompe o desaparece. Mis vínculos con las personas que me rodeaban estaban marcados de igual manera por esos dos modos de la impermanencia: quebrarse o desaparecer.

Lo único que perdura de aquel período son los ecos de algunas conversaciones, un puñado de ideas recurrentes, poemas que me gustaban y releía una y otra vez hasta aprenderlos de memoria

Los espacios públicos, como las calles y las estaciones del metro, se iban volviendo habitables a medida que les asignara algún valor y se les imprimiera alguna experiencia.

Dejar una vida. Dinamitar todo. No, no todo: dinamitar el metro cuadrado que uno ocupaba entre la gente. Más bien: dejar sillas vacías en las mesas que se compartían con las amistades, no a modo de metáfora, sino en verdad, dejar una silla, volverse un hueco para los amigos, permitir que el círculo de silencio en torno a uno se ensanche y se llene de especulaciones.

¿A qué se refiere?
Si usted lleva diez años sin ver un árbol, ¿tiene sentido la palabra «árbol»?

Si yo recitaba un pedazo del Paterson cada vez que caminaba por cierta avenida, con el tiempo esa avenida sonaría a William Carlos Williams. La boca del metro de la estación de la calle 116 era de Emily Dickinson:

las plumas y encendedores, por ejemplo, iban y venían como adolescentes empeñados en demostrar su exceso de voluntad y absoluta autonomía.