Junto a la vieja te quedaste, más amaestrada de lo que te gustaría admitir, y cuando todos los cabrones bajaron la cabeza y la anciana se cansó de gritar su furia, esa furia sin remedio porque ya nada se podía hacer con ella salvo sacársela de adentro, empezaste a ladrar.
Y desde entonces lo haces todos los días, por ti y por Choclo, cuando te pican las garrapatas de la memoria y sientes incluso que, si quisieras, podrías tocar con un dedo aquello que Ananda fue una vez. No hace falta la memoria. Para qué necesita una perra tenerla salvo para recordar que se mea en un rincón y que se come con las patas delanteras. Para qué se necesita sino para saber lo que te hicieron.