Morir más de una vez

La idea general de la narración era que la protagonista se le hurtaba al narrador.

Después de Nicaragua Alberto estuvo en México cerca de dos años

Gabrielle Anghelotti murió de un paro respiratorio el 23 de septiembre de 1987. Es

El accidente sucedió a principios de agosto de 1987. Gabrielle, disminuida pero aún activa a sus 77 años, se disponía como cada verano a pasar un mes en la casa de Orgeval

asistir al taller de narrativa del Instituto Nacional de Bellas Artes. El director del taller resultó ser Augusto Monterroso, de quien Alberto entonces no sabía sino que era guatemalteco, que radicaba en México desde hacía muchos años, que andaba por los 50 y que había escrito famosas brevedades. Al

Igual que yo pero mucho antes, Alberto se aferró a París como a un eterno presente. Casi un año vivió en la ciudad sin preocuparse demasiado por lo que haría después. En agosto de 1973 estuvo a punto de permanecer en Francia trabajando en lo que fuera, desde lavar platos en un restorán mexicano hasta dar lecciones particulares de español.

Con tales teorías no era acaso de sorprender que hacia 1978, 22 años después de escribirse sus primeros párrafos, la novela se encontrara en un punto muerto. Más asombroso resultaba, para quienes no la conocían a fondo, que la presunta novelista no pareciera frustrada ni urgida de avanzar. En ese trance de la vida de Gabrielle Anghelotti en que, como un tumor maligno, la decadencia se cernía ya sobre su víctima sin que nadie pudiera aún percibirla, entró en escena mi amigo Alberto Urquidi.

e transformó, por acción pero sobre todo por omisión, en protagonista de la novela que ella intentaba escribir.

El momento en que primero percibió la silueta y enseguida escuchó el canto de una ballena azul tuvo en Gabrielle el efecto de una revelación. En vísperas de su muerte seguiría preguntándose qué era exactamente lo que se le había revelado.

Decepcionada de su poesía, de toda la poesía, Gabrielle planeaba componer una novela: un humilde homenaje femenino, sin afanes documentales ni arrogancia autoral, a Nadja, de André Breton, que ella había leído con arrobo a los 18 año