Llegó el doctor Schwörer –escribió Olga en su diario–, pronunció un comentario afectuoso y abrazó a Antón Pávlovich, que se incorporó con insólita seguridad, se sentó y dijo con voz fuerte y clara: «Ich sterbe»8. El médico lo calmó, cogió una jeringuilla, le puso una inyección de alcanfor y ordenó que le dieran champán. Antón Pávlovich tomó la copa llena, miró a su alrededor, me dirigió una sonrisa y dijo: «Hacía tiempo que no bebía champán». Apuró la copa hasta el fondo y se volvió hacia la izquierda; apenas tuve tiempo de acercarme, de inclinarme sobre el lecho y de llamarle: ya no respiraba, se había quedado dormido como un niño…
Cuando Antón Pávlovich dejó de existir, una polilla gris, de dimensiones enormes, entró por la ventana y, con un ruido desagradable, empezó a chocar con las paredes, el techo y la lámpara, como en una agonía de muerte9.