las dos nos pusimos a llorar más y más, envueltas la una en la otra, como un yin yang de dolor. Ella sabía lamentarse; yo no había aprendido nunca. El llanto nos entretuvo. Era mejor que el silencio que nos cayó encima cuando nos cansamos y entramos tartamudeando a un mórbido silencio. Nos miramos con asombro. Era una situación extraña, completamente inapropiada, como sonreír ante el primer chorro de sangre en una herida.