Eragon retrocedió espantado: delante de él, lamiéndose la membrana que lo recubría, había un dragón.
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Acabada la comida, se le subió a la mano, se le acurrucó contra el pecho y empezó a roncar al tiempo que una bocanada de humo negro le salía de los orificios de la nariz. Eragon lo miró, maravillado.
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Quédate aquí.
El dragón dejó de moverse y ladeó la cabeza hacia él. Eragon insistió:
Quédate aquí.
Una débil señal de entendimiento llegó a tientas a través del vínculo, pero Eragon dudaba que realmente el dragón hubiera comprendido.
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Una palabra, profunda y clara, resonó en la mente del muchacho:
Eragon.
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Esta situación se prolongó durante cinco años, y habría continuado mucho más si un elfo, llamado Eragon, no hubiera encontrado un huevo de dragón. —Eragon parpadeó asombrado—. ¡Ah, veo que no conocías el origen de tu nombre! —comentó Brom.
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—Perdona, mi mente estaba en otra parte. Sí, vivían bastante, eternamente en realidad, siempre y cuando no los mataran o su Jinete no muriera.
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He estado tratando de recordar el nombre de un dragón, pero no lo consigo. Creo que lo oí cuando los mercaderes estaban en Carvahall, aunque no estoy seguro. ¿Podrías ayudarme?
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Eragon.
—¿Es lo único que sabes decir? —le soltó.
Sí.
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No —contestó el dragón. Parecía divertirse con los esfuerzos que hacía el muchacho—. Eragon.
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Ya sé dónde está el problema! ¡Te he estado diciendo nombres masculinos, y eres hembra!