Escuchó el jadeo de una bestia, unos gemidos semejantes a aullidos. Cuando se dio cuenta de que era él quien producía esos sonidos espeluznantes, lo recorrió un escalofrío. Hasta entonces nunca había emitido sonidos cuando había tenido sexo, pues siempre había pensado que solo las mujeres gemían haciendo el amor. En ese cuerpo empapado, que lo apretaba con formidables contracciones, derramó su semen como si perdiera el conocimiento.